lunes, 23 de julio de 2007

El encuentro con la Muerte Parte II...

Segunda parte...

Por todo ello, pudiera sorprender que siendo la muerte un aspecto tan decisivo en la historia de nuestras vidas como el mismo nacimiento (el cual recordamos y celebramos puntualmente cada año), y que la muerte siempre haya sido un punto culminante del simbolismo ritual de todas las culturas de la Tierra, hoy sea una temática marginal, de interés cuasi solamente económico (quién pagará el entierro, cómo se repartirá la herencia).

Una consecuencia de este abandono de los ritos de despedida y de la aceptación pautada de la muerte se observa, por ejemplo, en el hecho de que la muerte ha pasado a ser el último tabú eficaz de nuestras sociedades y, por ello, una de las fuentes más importantes hoy de manipulación ideológica. Hasta hace unos años era la sexualidad socialmente controlada el tema nuclear sobre el que actuaba toda represión y coacción social, pero a partir de la Revolución Juvenil (Mayo del 68 en París, Primavera de Praga en los países del este, hippismo en Norteamérica) el sexo perdió su carácter de tabú y hoy ya sólo se usa como incentivo para la venta de coches y neveras, por ello ha perdido toda la fuerza de sanción moral e ideológica que tenía. Ahora es la muerte la que actúa en este sentido.


La manipulación ideológica de la muerte

Actualmente, como señala Mª J. Buxó, no hay muertes que sirvan para asegurar la vida feliz en el más allá, como la de los mártires religiosos, sino que los Estados manipulan el temor fóbico a la muerte de acuerdo a sus intereses. Hay muertes que se destacan en los medios de comunicación de masas (el único camino que conoce el homus masificatus para trascender, como decía Baudrillard) en beneficio de la ideología dominante. Los gobiernos etiquetan una muerte de "buena muerte" (por ejemplo, el policía que fenece en acto de servicio para el cual hay un entierro financiado por el Estado, es decir por todos, protagoniza programas de televisión, etc.) o la etiqueta de "mala muerte" (la del terrorista abatido cuyo óbito se difunde como habiendo muerto indignamente, alejado de sus seres queridos, cazado como un animal, etc.). Con ello se refuerza el temor a morir de cierta manera (la del terrorista que ataca los intereses del Estado) y, en sentido contrario, la tendencia a buscar la inmortalidad por medio de la plasmación de la propia muerte aplaudida en los medios de comunicación de masas. Con ello resta para la muerte de la mayoría de personas la simple categoría de "muertes anónimas", tránsitos que suceden en salas de hospital público, apartadas incluso de los familiares para evitarles el embargo emocional de tener que presenciar algo tan culturalmente anómalo. Por ello, a pesar de esta o la actual de curiosidad y atracción, especialmente en los EE.UU., sigue subsistiendo el terror tanático del cual parece que el ser humano solo se salva durante los ocho o nueve primeros años de su vida, cuando todavía no puede reconocer lo que significa desaparecer para siempre, y ello aunque hayamos elaborado complejos sistemas simbólicos para defendernos de esta angustia.

Si aceptásemos la realidad profunda de la finitud en la forma que nos hace percibir nuestro ego culturalmente construido, tal vez conseguiríamos tener la paz interior y social que tanto se dice anhelar. El problema parece residir en que somos seres conscientes de las limitaciones biológicas de nuestra propia existencia, pero, como afirmó S. Freud en 1915, parece que a nivel inconsciente nadie cree realmente en la finitud de su propia vida. Esta idea de inmortalidad culturalmente construida por medio de las religiones tiene, como mínimo, una cara peligrosa y otra buena. Por un lado, si fuésemos absolutamente conscientes de la vulnerabilidad del ser humano estaríamos más motivados por el día a día, y por no dejar cosas pendientes si se consideran esencialmente importantes por el propio sujeto. Esto estimularía la creatividad, como se ha verificado repetidamente en la historia de nuestra especie, y despertaría el instinto de conservación y de supervivencia individuales favoreciendo la flexibilidad adaptativa de la propia cultura social. No obstante, son pocas las personas de nuestras sociedades que pueden pensar abiertamente en la finitud de la vida humana sin caer en un estado de profunda angustia y ansiedad. Por el otro lado, si bien una cierta consciencia de inmortalidad, proyectada en los creencias y propuestas religiosas, ayuda a superar la angustia ante la parca también es cierto que puede adormecer la actitud sagaz y viva que da el tono y la energía necesarios para llevar una existencia plena y atinada ("dejemos la solución de nuestros problemas para otro día y, si no, ya se encargará Dios -o el Estado- de resolverlos").

A pesar de todo ello, y aceptando la enorme valor adaptativo y ampliamente terapéutico que ofrecen al ser humano tales sistemas de creencias, tan solo hay algo absolutamente seguro y es que la muerte es el final ineludible de todo el ciclo vital, tal como lo podemos conocer. Y además, que tiene dos características que son las que lo convierten en temible y angustiante tabú para nuestras sociedades: la muerte es impredecible a priori ya que, aunque hay indicios observables que permiten prever cuándo está a punto de acabar el ciclo vital de una persona, nadie sabe con certeza si hoy será el último día de su vida; y por otro lado, la muerte tiene un carácter absolutamente misterioso.

Impredecible y misteriosa en su esencia, la muerte ataca la misma raíz fundamental de los valores que estamos persiguiendo en nuestras sociedades: la seguridad planificada y la predictibilidad (dos caras de la misma moneda). Se podría afirmar que la civilización es un intento permanente del ser humano para construir un mundo que sea predecible (la ciencia tiene en ello uno de sus motivos de progreso) y que sea seguro, conocido. No en vano se afirma repetidamente que con el avance científico se desvelan lo que antaño eran misterios insondables. Pero la muerte escapa a esta predictibilidad y mantiene su secreto misterioso del después, por lo que en nuestras sociedades hay una especial consciencia fóbica hacia la muerte. Para otros pueblos, la muerte era y es algo cotidiano: cada otoño muere el mundo vegetal para verlo renacer a la primavera siguiente; los animales son vistos nacer, alimentados y protegidos para acabar transformados tras su muerte en energía alimenticia de las propias personas; cuando el sol se retira cada anochecer acababa la vida activa para el humano de sociedades primitivas y tradicionales, para amanecer de nuevo, de forma ininterrumpida, al siguiente día. Cuando alguien salía a cazar no era extraño que no regresara (por ejemplo, entre los shuar o jíbaros una familia estándar tiene veinte miembros de los que ocho han muerto por accidente, asesinados, picados por una culebra, etc.) y las muertes entre niños eran frecuentes. La muerte formaba parte consciente de la vida cotidiana ("¡cuídate!" era una forma de despedida que cada vez se oye menos). Pero actualmente, la mayoría de personas ven la muerte una o dos veces como máximo a lo largo de toda su vida, y en general están tan angustiadas y emocionalmente abrumadas que se sienten incapaces de observarla con claridad.

En otras sociedades donde el devenir diario es casi imprevisible, la muerte es aceptada en su justa dimensión de final, de cambio radical, y las personas se preparan para ella atravesando rituales cuya finalidad es entrenarles para el tránsito, por medio del uso de substancias enteógenas o prácticas equivalentes de origen chamánico, místico o esotérico (los misterios Eleusinos y de Samotracia, la promesa de un nuevo mundo lleno de luz después de la muerte si se han realizado las prácticas adecuadas aquí y se ha soportado el sufrimiento de las pérdidas, la meditación orientada, los múltiples ritos iniciáticos ...). Estos pueblos primitivos y tradicionales se familiarizan con la muerte, pero no por ello pierde su carácter altamente misterioso: se acepta, cada uno se pregunta sobre su naturaleza, se habla de ello y se la mira cara a cara desde el propio hogar (los lares dedicados a los ancestros).

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